La ardilla y la tortuga.



He decidido que ya no aguanto más. He decidido que de hoy no pasa. Me he sincerado conmigo mismo y me he dejado claro que de esa manera no tenía futuro. Tengo que solucionar mi vida dando un golpe de timón. Necesito ayuda.
Al entrar en el edificio me dirigí al ascensor de la derecha, el de la izquierda descendía, ahora iba por la octava planta. Dentro de éste noté una inusual sensación de bienestar. - Que raro. - pensé...
Nunca había notado nada dentro de un ascensor... Solo subía o bajaba. Ascendía y solo un suave olor, que parecía alguna fruta parecida al melocotón, me acompañaba. Más arriba, en el piso séptimo, el ascensor se detuvo, las puertas se abrieron, y una joven alta y esbelta se escurrió dentro. - Hola, buenos días - A cambio solo me miró de reojo y me dedicó una dulce sonrisa. Era muy guapa, morena. Pero no tenía absolutamente nada de tetas. Estaba completamente plana. La cara plagada de granos. Casi todos eran en tonos rojos. Rojo intenso, rojo oscuro, rojo sangre. Había también alguno de pus, de esos que entran ganas de reventar. Pero era maja. Atractiva. A pesar de todo, me gustaba. Llevaba un vestido verde, estampado con cientos de peces de colores. Parecía que lo hubiera hecho ella misma, en sus clases de costura y confección. Bastante hortera. Pero le quedaba bien. El ascensor paró. Las puertas se volvieron a abrir, y ella desapareció.
Al llegar a la décima planta, el ascensor volvió a parar. Las puertas se volvieron a abrir, salí. Me planté delante de la puerta y toqué el timbre. Al entrar en la consulta, ya noté que no era una consulta normal. No me costó demasiado darme cuenta. No había nada. No había recepción, ni su correspondiente recepcionista. Ni sillas, ni sala de espera con revistas de meses atrás, ni diplomas enmarcados, ni cenicero con caramelos de colores. Nada. La habitación donde me encontraba era totalmente cuadrada. El techo era el cielo, o al menos eso pretendía la pintura que lo cubría. Era la representación de un cielo azul con alguna nube pasajera. Un cielo típico. Las paredes de color naranja. Un naranja ni fuerte ni claro, ni demasiado chillón ni demasiado apagado. Una franja blanca, de unos veinte centímetros de ancho, que a un metro largo desde el techo, daba la vuelta a la sala sin precisión alguna. Estaba trazada a ojo, sin ningún cuidado la habían pintado como con prisas. Iba subiendo y bajando suavemente sin control. El suelo era de grava. Bolitas de piedra de unos dos o tres centímetros, de tonos grises. Cerré la puerta y esperé.
Cuando me estaba empezando a cansar de esperar, y de estar de pie, la intensidad de la luz empezó a bajar, la sala se iba oscureciendo poco a poco. Entonces me di cuenta de que no había bombillas, ni nada que produjera la luz. Era como luz natural. Entonces la puerta se abrió y la joven del vestido de peces de colores salió y la cerró tras pasar por ella. Me miró y me sonrió de la misma manera que lo había hecho en el ascensor. Entonces por primera vez pude oír su voz...
- Si me lo permites, te voy a ayudar a recuperar la vida y la felicidad -.

El sol entraba como podía, pero con fuerza, por los agujerillos de la persiana. Era casi mediodía. Había dormido como un cabrón, la baba había mojado la almohada y los ojos no se querían abrir.
Tenía ganas de levantarme, prepararme un buen desayuno, ducharme, vestirme y salir a dar un paseo. Compré el diario, lo leí mientras me tomaba una cerveza en una terracita. Seguí paseando y entré a comer en un pequeño restaurante.
Ya llevaba seis meses visitando la habitación y a Ella, y como lo notaba! Todo ahora era diferente. Todo era como siempre había deseado. Sin duda ha sido muy importante para mí, y deseaba que llegara el día de visita para volverla a ver. No conocía su nombre, ni Ella quería conocer el mío. Decía que nuestros nombres condicionaban demasiado nuestros destinos, así como nuestro ser y nuestra alma, y que todo era más fácil así. Todo lo que en esa habitación hacíamos, decíamos, o allí pasaba era un misterio. Había prometido no explicar cómo funcionaban las cosas allí, así como no dar ningún tipo de detalle de su modus operandi. Era vital para mí y para mi recuperación. De todas maneras, aunque quisiera hacerlo, no podría. No sabría ni por dónde empezar, e incluso tendría miedo de que me tomaran por loco. Lo que allí dentro pasaba, en definitiva no era normal. Hay algo de lo que estoy seguro, esa habitación reaccionaba a mis estímulos y a mis sentimientos. Al principio no entendía nada. Me asustaba, me daba miedo. Pero fui acostumbrándome, y de alguna manera, la habitación se acostumbró a mí. Así cuando empecé, el tono de luz era débil, y cuando más miedo tenia, más oscuro se volvía todo. Algún día incluso, si estaba muy triste, empezaba a llover. Si, allí-dentro-llovía. Los dos seguíamos allí, uno frente al otro, sentados en el suelo de grava, empapándonos. Pero cuando Ella me hacía sentir bien, perdía el miedo, y me iba encontrando mejor, paraba de llover. Poco a poco la intensidad de la luz iba en aumento. El aire que respiraba también me aportaba sensaciones. Cuando me agobiaba, por ejemplo, la temperatura subía y empezaba a tener mucho calor, y sudaba. Alguna vez olía a pescado podrido, o a basura. Pero también fue cambiando, y todo iba pasando a olores agradables. Sentí olor a mar, a bosque, a fresas, albahaca, salvia....
Un día lo entendí todo. La habitación estaba conectada a mí, y no era más que un reflejo de mi alma. Cuanto más conocía a la habitación, más me iba conociendo a mí mismo, y cuando me fui conociendo a mí mismo, y me fui sintiendo mejor, la habitación mejor me trataba, y yo mejor me sentía. Era sensacional. Realmente eso me ha ayudado a conocerme mejor, a controlar mis miedos, mis defectos. Ahora me siento realmente bien. Creo que soy feliz.
Con esas ganas y esas sensaciones, después de comer, pasear, tomar café y visitar la biblioteca, me dirijo a mi esperada visita semanal a la habitación, y a Ella.
Subí como de costumbre con el ascensor, en el que por cierto hoy sonaba Djed, y me coloqué bien el cuello de la camisa antes de salir. Llamé, entré y allí estaba Ella. Hasta ahora solo había pensado en ello vagamente, y de alguna manera lo presuponía, pero en el preciso instante en que la he vuelto a ver, me he dado cuenta. Estoy enamorado de ti, le dije nada más entrar, extendiendo el brazo para darle un ramo de líliums.
- Hola -dijo, seria y lacónica.
- Sólo vas a decirme eso? -yo seguía con el brazo estirado y el ramo en la mano.
- No me gustan los líliums, de hecho no me gustan las flores en general, y aún que muy típico, es un bonito detalle.-
La habitación oscureció, empezó a llover con fuerza. Tronaba. Las lágrimas se derramaban por mi cara, mezclándose con la lluvia.
Tienes que aprender a controlar tus emociones, no te dejes llevar.
- ¿Cómo puedes hacerme esto?-
- ¿Hacerte qué? Te estoy ayudando a ser fuerte, a ser feliz. Para eso viniste, recuerdas. Has cambiado en este tiempo.-
- Pero...yo creía que me querías...-
- ¿Que te hace pensar eso? Quiero que seas feliz, que estés bien contigo mismo, pero no por eso voy a quererte. Este es solo mi trabajo. Tienes que aprender que todo no va a ser, ni va a salir como tú quieras. No siempre al menos. Esta situación puede, incluso, servirte para tu educación espiritual.-
Recóndita de Cospedal Astondoa. Ese era su verdadero nombre. Desde pequeña había vivido en un lugar precioso, con una familia de ensueño. Nunca le faltaron los mimos, ni los zapatitos de charol. Su padre era un héroe para ella, y ella una joya para él. Hasta que en segundo de derecho, en una noche de jueves, de chupitos locos, un listillo sin futuro la dejó preñada, acabando con los sueños y la protección de su papá, que inmediatamente cerró el grifo. Recóndita, a la que llamaban Reco tuvo que dejar los estudios y currar, como una más, de cajera en un Lidl. Tenía un bebé que mantener y el alquiler de un piso que pagar, y el listillo se había esfumado. Con el trabajo en el súper no le llegaba. Ni de coña! Por eso aceptó un raro trabajo que encontró en un anuncio del periódico. Pero todo eso, y el que ahora Reco estuviera enrollada con un mosso de esquadra, Él no lo sabía. Ni se lo imaginaba.
Reco, seguía metiéndole un rollo impresionante de cómo su alma, su espíritu y todo eso, tenían que estar en equilibrio y bla, bla, bla...
Mientras tanto paraba de llover, toda la habitación se comenzaba a poner roja. Un rojo intenso se apoderaba de todo allí. La temperatura subía y subía. Reco empezaba a asustarse.

1 comment:

Anonymous said...

"....nunca había notado nada dentro de un ascensor..."